lunes, 3 de agosto de 2015

125 años de “la tragedia de Mayerling”

Tal día como ayer, hace 125 años sucedió lo que se dio en llamar “La tragedia de Mayerling”.

31 de Enero.- Enero. 1889. El príncipe Rodolfo de Habsburgo Lorena había dejado Viena el día 28 (Martes) y se había marchado al pabellón de caza de Mayerling, situado en Baja Austria, apenas a dos kilómetros de la abadía de Heiligen Kreuz. Lo había hecho después de pasar la noche con su amante, la prostituta Mizzi Kaspar. Llegó a Mayerling a eso de las tres y media de la tarde. Mary Vetsera, la novia que le acompañaría en su último viaje, llegó en coche de caballos un poco más tarde. De lo que sucedió después, debido al oscurantismo típico de la época y a la desaparición de evidencias necesarias para entender los acontecimientos, se sabe muy poco. A Viena, la noticia de la muerte del príncipe heredero el día 30. Al principio, como suele suceder en estos casos y sucedía entonces con muchísima más facilidad que ahora, la Casa Imperial intentó por todos los medios controlar las filtraciones y que no se supiesen las auténticas circunstancias de la muerte del heredero al trono. Se habló de un accidente de caza, se habló de un derrame cerebral, de todo tipo de cosas menos de lo que, en realidad, había sucedido.

El príncipel Rodolfo se había suicidado en compañía de su amante, la baronesa Mary Vetsera, de un tiro en la sien.

Mary tenía 18 años. Rodolfo 31.

Se habían conocido un año antes, en 1888, en las carreras de caballos en el hipódromo vienés de Freudenau. Allí, como es conocido, les había presentado la condesa Marie Larisch, prima de Rodolfo. Mary se enamoró a primera vista del heredero al trono austrohúngaro (ya casado con una princesa belga de la que ya hablamos de pasada aquí). A partir de ahí, se puso a coleccionar todo lo que decían las revistas de cotilleo (también las había en la época) sobre el heredero al trono. Recortaba los artículos y las fotos, con tanta pasión, que su madre, al notarlo, organizó con ella un viaje a Inglaterra para que se distrajera de aquella pasión adolescente que no tenía ningún porvenir.

No sirvió de nada. Los primeros encuentros privados de Mary Vetsera con el príncipe se produjeron en los primeros días de noviembre de 1888, en el Hofburg. Luego hubo otros veinte más, siempre ayudados del incógnito que favorecía una época en la que no había teléfonos móviles que grabaran y las cámaras fotográficas necesitaban unos tiempos de exposición que imposibilitaban la existencia de los paparazzis. Tanto el viaje final a Mayerling como estas visitas de incógnito al Hofburg fueron organizadas por el cochero del príncipe Josef Bratfisch.

En el momento de su muerte, Rodolfo de Habsburgo Lorena era un hombre destruido. Había heredado el temperamento neurótico de su familia materna (tanto Sissi, como sus hermanos como toda la parentela bávara estaban para que los atasen) y parecía poseer una combinación de rasgos de carácter que, generalmente, no lleva a nada bueno. Por un lado, era extremadamente inteligente pero, por otro lado, tremendamente sensible y curiosamente desvalido.

Para colmo, durante sus escapadas sexuales había contraido la sífilis (en aquella época, una enfermedad mortal), enfermedad que había contagiado a su mujer y por la cual esta no había podido tener más hijos (solo la archiduquesa Isabel Maria de la que ya hablamos antes). Rodolfo era un hombre roto al que quizá no le quedaba más salida que morir antes de volverse loco totalmente. Lo hizo con Mary, que quizá fuera la gruppie más fiel que le quedaba, dispuesta incluso a morir con él y así ligar su destino para siempre al suyo.

Del mundo de los protagonistas de esta historia queda muy poco. Parece que estemos separados de ellos por un río interminable de acontecimientos. Quién sabe qué hubiese sucedido si Rudolf hubiera reinado un poco antes. Nunca lo sabremos.

Halloween en Viena: lo que vivió la pobre Mary después de muerta

31 de Octubre.- Abadía de la Santa Cruz. Bosques de Viena. Primavera de 1945. Un grupo de soldados soviéticos camina por entre las tumbas del recoleto cementerio abacial, algo revuelto por los últimos bombardeos. Los bolcheviques se palmean los muslos de risa al descubrir que la explosión de un proyectil de largo alcance ha enviado a la copa de un árbol los restos de un caballero vestido de uniforme militar. Al cadáver, medio descompuesto, le falta un brazo y parte de una pierna, pero son reconocibles los vistosos colores del uniforme y el emplumado bicornio de los edecanes del emperador. Tras las carcajadas, uno de los más atrevidos se acerca al muerto, le mete la mano en la boca y, tras desencajarle la quijada, le arranca varias muelas de oro que se mete en los bolsillos. Los dientes salen de los alveolos con un ruido seco (crac, crac).

Entonces, uno de los merodeadores llama la atención de los otros. La onda expansiva del proyectil ha desplazado una lápida cercana. El ataud parece bueno, las asas de bronce excitan con su brillo la codicia de los comunistas. A fuerza de brazos, el retén de soldados desplaza la lápida y, aente ellos, repolludo, queda un sarcófago de zinc. Es probable que ignoren la importancia de la muerta: Mary Vetsera, infortunada novia del príncipe Rodolfo, único hijo varón del Emperador Francisco José y de la Emperatriz Isabel, Sissi.

Los soldados se frotan las manos pensando en las joyas con las que los capitalistas entierran a sus muertos. Se agencian un soplete y, como si fuera una lata de sardinas, practican en la tapa superior del ataud un corte en ángulo recto. La primera bofetada de hedor no les espanta. El cadáver se encuentra en razonables condiciones. El que ha dado la idea, mete la mano y puede tocar aún el vestido de la muerta e incluso sus cabellos. La decepción, sin embargo, es mayúscula. La propaganda soviética miente: Mary Vetsera fue enterrada sin ningún objeto de valor más allá, quizá, de unos discretos y virginales pendientes de oro.

Cuando los soldados soviéticos se retiran, el abad de la Santa Cruz organiza un entierro de emergencia. Sólo catorce años después, en 1959, con la presencia de uno de los últimos familiares vivos de la extinta baronesa, se vuelve a dar sepultura a Vetsera en las debidas condiciones. Entretanto, se constata una circunstancia que abona la teoría de la conspiración: al contrario de lo que reza en el informe oficial de la autopsia elaborado tras la tragedia de Mayerling, la calavera de Mary Vetsera no presenta ningún agujero de bala.

El sueño eterno de Mary Vetsera fue perturbado todavía una vez más.

26 de Julio de 1991. Noche cerrada. Sobre la gravilla del cementerio de la Abadía de la Santa Cruz se oyen unos pasos. Corresponden a Helmut Flatzensteiner y sus compinches. Flatyensteiner es un caballero fascinado por la llamada “Tragedia de Mayerling”. En la vida civil, el chiflado señor regenta una tienda de muebles.

Cuando llegan a la tumba de la pobre Vetsera, muertos de miedo (“cagados en los pantalones”, señalará más tarde Herr Flatzensteiner al rotativo vienés Standard) mueven la lápida y se largan con el ataud de zinc el cual transportan en una camioneta hasta Linz. En el sótano del local de Flatzensteiner, abren el sarcófago con una radial y no salen de su sorpresa al encontrar en él todo lo que queda de Mary Vetsera. Vestido, huesos, pelo, zapatos, pero todo revuelto.

-Y aquello apestaba como el diablo –señala Flatzensteiner con su gracejo habitual.

El linzeño manda los restos a que los estudie un forense diciendo que son los de una bisabuela suya, checa. Dado el estado de los huesos, el galeno sólo puede certificar que la finada falleció hace unos ciento quince años y poco más. Flatzensteiner se encuentra entonces, lo que son las cosas, con un esqueleto del siglo XIX en el sótano y decide devolverselo a sus propietarios en 1992. Sin embargo, algo le detiene. Flatzensteiner, como todos los historiadores aficionados es adicto a las cámaras y a los micrófonos y, justo en el momento en que está dispuesto a llamar a la prensa para decir que él tiene en su casa los restos más buscados de Austria, una alpinista italiana le chafa el titular: se encuentran entre los hielos perpétuos los restos de Ötzi, el hombre de la edad de piedra.

Flatzensteiner entrega todo lo que queda de Mary Vetsera en 1993 y es condenado por profanación a una multa que no llega a los dosmil euros.

Eso sí: para que la historia no se vuelva a repetir, los responsables del cementerio de la Santa Cruz rellenan esta vez la tumba con tierra, bien apisonadica, para dificultar nuevos intentos.

De la nueva autopsia a Mary Vetsera no se puede deducir la causa de la muerte. El misterio de la Tragedia de Mayerling queda sin resolver. Y es dudoso que llegue a resolverse nunca.

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