Un periodista entrevista a un asesino. Un tiempo después, el asesino lo llama y le deja dicho que se está muriendo. Esta es la historia de los últimos días del homicida que no quería ser olvidado, y de General Pico, el pueblo que intentó hacerlo.
Por Rodolfo Palacios
Fotos de Ignacio Sánchez
Nunca voy a los cementerios. Ni siquiera visito a mis muertos y suelo criticar a los que pasean como turistas, entre mausoleos y bóvedas, mientras un guía habla de arquitectura o de la vida del que está bajo tierra. Pienso en esto y me pregunto qué hago ahora, una mañana de invierno, en General Pico, La Pampa, parado frente a la tumba de un hombre odiado hasta por sus hijos. Una tumba olvidada que hasta hoy nadie había visitado. Una tumba sin epitafio ni flores. Una tumba cuya pequeña lápida dice: "Arquímedes Rafael Puccio, 14-9-1929/4-5-2013. QEPD".
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El líder del clan que en la década de 1980 secuestraba y mataba empresarios en el sótano de su casona de San Isidro es el único muerto famoso del cementerio municipal de esta ciudad de casi 70.000 habitantes. Pero no tiene ningún privilegio, porque ocupa la zona de los parias: el osario donde van a parar los cadáveres que nadie reclama. Puccio comparte espacio con un hombre que murió hace treinta años: los une la misma cruz de piedra carcomida. La lápida del asesino es obsoleta y la letra desprolija tallada con un punzón delata que fue hecha de apuro, como para sacársela de encima. Al menos al otro muerto le dejaron flores de plástico.
- Qué pena que seamos noticia por miserables como este -se queja una mujer que atiende detrás del mostrador de las oficinas administrativas del cementerio.
Esta vez, General Pico no es noticia por sus equipos de básquet ni por sus provechosos cultivos de soja, trigo, girasol y maíz. Tampoco es noticia por un hecho que lo llevó a los diarios en 2011, cuando la
La ciudad entró en los récords Guinness por hacer el asado más grande del mundo, con más de trece toneladas de carne de vaca que fueron devoradas por 30.000 personas, casi la mitad de los pobladores.
Esta vez Pico es noticia por la muerte de Puccio, quien tenía 84 años. Y porque el cadáver del ex secuestrador estuvo abandonado a su suerte durante una semana. La policía llamó a una sobrina para que se ocupara del velatorio y del entierro, pero la mujer solo se mostró interesada en quedarse con las pocas pertenencias de Puccio: unos cincuenta libros, revistas viejas, manuscritos, un teléfono celular y un poco de ropa. Un pastor evangélico que lo alojó en Santa Rosa cuando salió de la cárcel prometió asumir los costos de la inhumación, pero no cumplió. "No quiso poner la tarasca", reconoció un empleado del cementerio. En fin: al precario entierro de Puccio no fue nadie. En rigor, habría que contar a cuatro asistentes: dos policías que custodiaban el cuerpo y dos sepultureros. El ataúd, que parecía hecho con un cajón de manzanas, fue pagado por los habitantes de General Pico. Una paradoja para un hombre que murió en soledad, el destino que parece abarcar el final de todo homicida. Como escribió Borges, el que mata se mata a sí mismo. El asesino no solo mata a la víctima, también mata todo lo que lo rodea. No son seres extraños y ajenos a la sociedad. Ya lo dijo la envenenadora Yiya Murano en un insólito rapto de lucidez filosófica: "La sociedad fabrica asesinos y al final no sabe qué hacer con ellos".
Cada vez que se anuncia que un temible asesino va a salir en libertad, los habitantes de las ciudades que podrían albergarlos entran en pánico. ¿A quién le gustaría ser vecino del odontólogo Ricardo Barreda ? ¿Y de Carlos Eduardo Robledo Puch ? Después de veintitrés años de cárcel, Puccio salió libre en 2008. Tuvo la suerte de que un pastor evangélico -el mismo que no quiso pagar su entierro- lo recibiera en su casa.
En los últimos años, atravesé diversas oscuridades: entrevisté a unos veinte asesinos, desde el ángel de la muerte Robledo Puch (en 1972 mató a once personas) hasta la envenenadora Yiya Murano y el odontólogo Ricardo Barreda, asesino de su esposa, su suegra y sus dos hijas. Es la primera vez que visito a uno que está tres metros bajo tierra. Conocí a Puccio el 9 de julio de 2011, cuando viajé a entrevistarlo con el fotógrafo Ignacio Sánchez para la desaparecida revista El Guardián. En ese encuentro, me impactaron su mirada fija, su energía pese a ser un anciano y sus largos monólogos. Era contador y en la cárcel se había recibido de abogado.
- Da la sensación de que proyecta su vida como si fuera a vivir 120 años -le comenté ese día.
- Es que voy a vivir 120 años -respondió con naturalidad.
- ¿Cómo imagina su muerte?
- Me gustaría morir teniendo sexo.
Puccio se jactaba de haberse acostado con unas doscientas mujeres. Decía que solo le faltaba experimentar con las japonesas y que sospechaba que tenían la vagina en forma horizontal.
- No me dejo las uñas largas por mugriento. Sino porque hay una gordita atorranta que me pide que le rasguñe las tetas. Mirá cómo rasguño -dijo Puccio y me pasó sus uñas afiladas por el brazo izquierdo mientras reía como un pícaro. Me dejó una línea roja. Pensé en esa mujer que pedía ser rasguñada por una de las leyendas negras del crimen argentino. El viejo decrépito persiguiéndola con la lengua afuera, aullando como un lobo feroz, con los pantalones caqui caídos hasta los tobillos, las garras filosas, los colmillos salidos y la mirada extraviada de sátiro
Cuando salió publicada la nota, Puccio me llamó al teléfono celular. Había algunos párrafos que le habían molestado:
La carne está lista. Puccio controla el vacío y las costillas en la parrilla del patio de la pensión. Pincha un chorizo y lo muerde como puede. Solo le quedan cinco dientes. Recuerdo la teoría de Lombroso: decía que los criminales mataban porque comían mucha carne. Puccio habla de sus amoríos. Su relato da náuseas: -Estoy conociendo a una pendejita que está por cumplir quince años. Por ahí en un rato cae. Empezó a venderme alfajores y una cosa llevó a la otra. No tengo la culpa de esa incitación pecaminosa. Este hijo de puta que está acá y este otro (señala a su "colaborador" y a otro amigo) me decían: "Pero entrale, boludo". Yo la veía con ojos de padre. "Si no te la comés vos, se la va a comer otro", me decían estos guachos. La ayudaba por evangélico, no por interés, pero mis amigos me daban manija. Y parece que Satanás me ha pervertido. Si la semana que viene no la volteo, será la otra. Es la teoría de la fruta madura. Qué va a hacer. Muchos me dirán pervertido. - O violador y pedófilo.-No es así. La edad de consentimiento en la Argentina es de catorce años. Otros, en cambio, dirán qué viejo hijo de puta, mirá qué pescadito que se ha comido, la puta que lo parió. La piba es agradable y linda. Un día le dije: "Decime una cosa, mocosa, qué berretín tenés de hacerte la señorita con los ancianos. Te pintás los labios, te marcás las cejas, te pintás las uñas, andás mostrando un poquito las tetas. ¿Te das cuenta del peligro que corrés?". Se reía. Al otro día, vino con uñas postizas plateadas. ¡Ah! Tenía el pelo suelto. Entonces les conté a estos. "Pero si estaba preciosa, qué carajo estás esperando, es una vergüenza lo que estás haciendo", dijeron. Les dije que ellos me estaban incitando. Cuando les digo que todo esto voy a escribirlo en mis memorias, se cagan de risa. Siempre están esperando que les cuente qué pasó con la pendeja. El otro día, la pendeja vino y se puso a llorar. Qué te pasa, le dije. "Estoy mal, abuelo", me dijo. "A mí no me decís más abuelo", le contesté. Ahora me vas a decir Arqui. Y cuando estemos acá adentro, me vas a tutear. Afuera no. ¿Estamos? El otro día vino como a las nueve de la noche. "Qué hacés tan tarde". "Le traigo estas rosquitas. Necesitamos la plata porque nos cortaron el gas". Le dije: "No llores, podemos conversar". "Bueno, gracias, abuelo". Ya te dije que no soy más tu abuelo. "¿Por qué?". "Porque me gustás mucho, pendeja". Y la agarré y le acaricié la cola. "Qué ganas de apretarte", le dije. Después le pregunté cuánto era el asunto. "Son veintiocho". Le di cincuenta. Y así quedaron las instancias. Como no tiene ropa, fui a la feria a comprarle un saquito. Me salió quince pesos. Una ganga. Puccio muestra el saco: es pequeño. Preferiría que dejara de hablar. Me da asco.
La confesión causó revuelo en La Pampa. Y cuando sonó mi teléfono y era Puccio, supuse que iba a insultarme. Había puesto que me daba náuseas y asco. Pero el viejo me saludó como si nada:
- ¡Cómo anda, amigo! La revista con mi nota se agotó, las chicas la llevaron como pan caliente. Lo único que me dejó mal parado es la historia de la pibita. La podría haber omitido, me hizo quedar como un viejito verde. ¿Así que le doy asco?
Su pregunta me descolocó. Le dije que me daba asco la situación.
El viejo, antes de cortar, me dijo:
- En otra época, esto lo arreglaríamos en un duelo de caballeros, con padrino y todo. Pero los tiempos cambiaron. No hay rencores. Cuando quiera volver a Pico, me avisa y será bienvenido.
Pero nunca volví a verlo. Regresé a General Pico cuando él ya estaba del otro lado. Del lado de los muertos.
Una familia muy normal
El 23 de agosto de 1985, en San Isidro, un grupo de policías armados con pistolas y ametralladoras irrumpió en el caserón de Martín y Omar 544. Era la casona donde vivía la familia Puccio.
- ¿Los asaltaron? -preguntó un vecino distraído.
- No, qué los van a asaltar. La familia tenía un aguantadero donde secuestraba gente.
Durante el allanamiento, el jefe del operativo decidió ignorar la amenaza de Arquímedes Puccio, el líder de la banda detenido en Parque Patricios, frente a la cancha de Huracán, donde planeaba cobrar un rescate de 250.000 dólares.
- ¡Ustedes creen que soy un pelotudo! Mi casa está llena de dinamita. Si entran, van a volar en pedazos -les dijo Puccio. Pero los policías tiraron la puerta abajo y fueron al sótano de hormigón, cuya entrada estaba tapada por un ropero. Bajaron los dieciocho escalones de madera, pasaron por una bodega con quinientos vinos y se encontraron con una celda casera: sobre un catre, entre cuatro paredes cubiertas de papel de diario, la empresaria Nélida Bollini de Prado sobrevivía encadenada desde hacía un mes. Al lado había un ventilador y un fardo con paja. Sus secuestradores querían hacerle creer que estaba en un campo. Arquímedes fue detenido con sus cómplices, entre ellos sus hijos Daniel "Maguila" y Alejandro, talentoso wing tres cuartos del CASI, un tradicional equipo de rugby de San Isidro, y ex jugador de Los Pumas. Entre 1982 y 1985, los Puccio habían secuestrado y matado a los empresarios Ricardo Manoukian, Eduardo Aulet y Emilio Naum.
Puccio y sus hijos fueron condenados, pero tuvieron destinos diferentes. Maguila sigue prófugo, quizás en Brasil, en Australia o en algún rincón de la Argentina, probablemente disfrazado y con otra identidad. Alejandro murió de neumonía en junio de 2008, años después de que intentó suicidarse tirándose de un quinto piso en Tribunales.
Antes de convertirse en pionero de la industria del secuestro posdictadura, Arquímedes fue diplomático. Hijo de Juan Puccio, jefe de Prensa del canciller Juan Atilio Bramuglia, en 1949 comenzó a trabajar en la Cancillería. Además, había sido correo diplomático en Madrid hasta que lo echaron por un presunto contrabando de cincuenta armas desde Italia. Al poco tiempo, militó en la fracción ultraderechista Tacuara. Se cree que su primer secuestro fue el del ejecutivo de Bonafide, Enrique Pels, ocurrido en 1973, pero su participación nunca pudo ser probada.
En su casona de dos plantas y doscientos metros cuadrados, Puccio coleccionaba platería y obras de arte. En Pico llegó a vivir en una pensión con un catre, sin baño. Cuando secuestraba, sus vecinos lo llamaban el "loco" porque barría día y noche con una escoba. Para unos, era una manera de hacer de campana mientras mantenían cautivas a las víctimas. Para otros, era una obsesión que mantuvo hasta su muerte. Cuando lo visité en la pensión, barrió durante media hora. Incluso me mandó una carta con una foto suya autografiada en la que aparecía barriendo. También había pintado las paredes de la pensión, acto que enfureció al dueño del lugar, su enemigo acérrimo. Se denunciaron mutuamente y el viejo lo amedrentó con un as de espadas: mostró a la prensa un fallo judicial en el que el dueño de la pensión era condenado por abusar de su hija.
La relación quedó tirante, hasta que un día Puccio sorprendió con una noticia impensada: se puso de novio con una mujer llamada Graciela, 45 años menor que él, y se fueron a vivir a una casa que alquilaron a medias. Ella era empleada de limpieza de una comisaría local. Se conocieron cuando lo contrató como abogado después de ser estafada por una especie de secta que creía en brujas y hechiceros, pero en el fondo querían quedarse con la casa y los ahorros de Graciela. Puccio la rescató de ese infierno y la llevó al suyo. Solían pasear de la mano, ella siempre vestida de negro, como la Rosaura de Marco Denevi, y sin preocuparse por el pasado de su novio.
- ¿Vio qué linda novia que tengo? Planeamos casarnos -me confesó Puccio una vez por teléfono. Solía llamarme por las tardes. Nunca supe por qué lo hacía. Quizás estaba aburrido (no solía dormir la siesta) y buscaba divertirse con algo. Las charlas que tenía con él eran absurdas. Decía que tenía nueva novia, que planeaba viajar a Buenos Aires para seducir a jóvenes mujeres y que se imaginaba desfilando por los canales de televisión para contar su macabra historia. Un día llamó a la revista El Guardián y le preguntó por mí a un compañero:
- Hola, querido, habla Conchita Barreda, pasame con Palacios.
A mí me dijo:
- Hola, habla Conchita. Te voy a cagar a escopetazos.
Y rió a carcajadas.
Luego dijo:
- Estoy esperando a que la Justicia me autorice a viajar a Buenos Aires. Quiero invitarlo a usted a alguna parrillita de San Telmo, donde nací, y después podemos ir de putas a algún piringundín, o de cacería nocturna. Con mi labia y su juventud, hacemos desastre.
Seguí su delirio y le dije que también podíamos jugar al paddle, actividad pasada de moda que practico todas las semanas:
- Claro, Palacios -se prendió el viejo-. Siempre fui un gran deportista. Y con mis ochenta y pico a cuestas, le paso el trapo a más de uno. Ya lo verá con sus propios ojos.
A veces llamaba a la redacción porque le gustaba preguntar por algunas de mis compañeras, que cada tanto atendían el teléfono justo cuando él llamaba. Nunca olvidó sus nombres. Llamaba y decía: "¿Están Yamila, Anahí y Micaela? ¿Son lindas? ¿Cómo andan? Cuando vaya a Buenos Aires quiero invitarlas a salir", anunciaba para espanto de esas mujeres.
Una mañana, un enigmático hombre me llamó para darme la noticia:
- El señor Puccio -dijo así: señor Puccio- tuvo un ACV y está mal. No puede moverse. Me pidió que le avisara porque quiere verlo.
Analicé la posibilidad de viajar, pero consideré que no valía la pena. No tenía sentido entrevistar a un hombre postrado en una cama, como un grotesco y tenebroso show de la muerte. Por otro lado, pensé que Puccio iba a sobrevivir. No me volvió a llamar, ni por medio de terceros. Poco tiempo después, me enteré de su muerte por los canales de noticias.
"Con él suelto, tenía miedo por mi familia. Ahora hay un monstruo menos", celebró Guillermo Manoukian, hermano de Ricardo, una de las víctimas del clan Puccio.
Luego supe que el viejo murió en su cama, mientras dormía. Lo encontró su amigo Eliud Cifuentes, el pastor que lo cuidó durante su agonía. Volví a General Pico, esta vez para retratar una ausencia. Y compruebo que Puccio es indeseable aun después de muerto. Salvo un puñado de seres extraños que lo recuerdan con cariño, la mayoría siente desprecio por él. En este cementerio de Pico no puede aplicarse esa frase hecha y trillada que refiere al silencio de los cementerios. El ruido se impone: empleados administrativos que hablan y toman mate, y los sepultureros que van y vienen con carretillas llenas de tierra:
- Lo peor de este laburo es el olor a muerto, que es imposible de describir. Te queda impregnado cinco días, por lo menos. Se te pega en la nariz y en la garganta. Lo mejor para sacarlo son las pastillas de mentol. Hago este trabajo sin pensar mucho. Por eso no puedo decir que me haya pasado algo raro cuando enterramos a Puccio -confiesa Rubén, uno de los hombres que le dio sepultura. Lleva cinco años en ese oficio y jura que en poco tiempo va a retirarse, porque eso de andar enterrando gente "quema la cabeza". A su lado está Juan Manuel, otro de los que estuvo el día en que enterraron al viejo. Tampoco sintió nada.
- Si uno tuviera que pensar en la vida de la persona que está bajo tierra, nos volveríamos locos -dice Juan Manuel-. No me importa si estoy enterrando a un asesino, a un actor, a un futbolista o al cura de acá a la vuelta. Ahora, lo feo es enterrar a un familiar. Hace diez días tuve que enterrar a mi abuelita. Eran paladas de tierra y llanto, todo junto. Pero había que hacerlo.
En la ciudad, es difícil encontrar a alguien que no se haya cruzado con Puccio, que no lo haya visto caminar vestido de traje y con un maletín, a paso lento, en busca de clientes o nuevos contactos. Era común que el viejo entrara en una verdulería y se pusiera a hablar con las jubiladas. El diálogo se cortaba cuando él les decía:
- ¿Saben, señoras, quién soy yo? ¿Les suena el apellido Puccio?
En mi recorrida por el barrio donde vivió el viejo, al azar elijo hablar con una mujer que sale de su casa en bicicleta. Tiene una historia para contar que involucra a su ex vecino, el asesino:
- Ese señor era maligno. Mi perro ovejero alemán nunca se enojó con nadie, hasta que lo vio a él y se ponía fuera de sí. Un día le mordió la pierna y Puccio me denunció a mí. Quería que fuera presa por la mordedura del perro. Una cosa de locos.
Pero al poco tiempo, Arquímedes olvidó el episodio del perro. Una noticia le causó peor efecto que la mordida. Una tarde, recibió en boca de su médico una condena inapelable: tenía un tumor cerebral y sus días estaban contados. Empobrecido, sin clientes, sufrió otro golpe mortal: su novia Graciela decidió abandonarlo. En la mala, con unos pocos pesos en el bolsillo, el viejo no tenía dónde caerse muerto. Hasta pensó que en la cárcel la pasaba mejor: estaba acompañado, los presos lo respetaban por sus conocimientos y no le faltaba un plato de comida. ¿Quién iba a hacerse cargo de él? A esa altura, no se sabía qué lo iba a llevar a la muerte, si su enfermedad o la miseria.
Al final encontró un salvador. Un ángel protector que lo acompañó hasta sus últimos días. Un hombre incomprendido por sus vecinos, que no podían creer cómo era capaz de ayudar a un personaje siniestro de la historia policial argentina. Ese hombre es Eliud Cifuentes, un docente secundario y pastor evangélico (no es el pastor que se negó a pagar la inhumación) que acogió en su casa al decrépito villano. En sus últimos meses de vida, lo cuidó como si fuera su padre: lo bañó, lo cambió, lo peinó, lo afeitó, lo trasladó a babucha para ir al baño, lo alimentó, escuchó sus monólogos y lo acompañó al médico.
- Pobre Arquímedes, lo extraño tanto -confiesa Eliud cuando abre la puerta de su casa, enrejada y custodiada por dos perros que él mismo espanta tirándoles agua. Es un hombre amable y no es difícil imaginarlo en el rol de paciente interlocutor de Puccio. En el living hay una mesa con dos biblias abiertas. Me siento en la silla del medio, que es de madera y tiene un almohadón rojo.
- Qué casualidad, ahí donde te sentaste, se sentaba Arquímedes -dice Eliud. Podría haberme sentado en las otras cinco sillas, pero justo elegí la silla del viejo. A esta altura es inevitable no estar sugestionado: vengo de visitar la tumba de un asesino que conocí en vida, su nombre resuena desde que llegué a esta ciudad y ahora estoy en la casa donde pasó sus días finales. Arquímedes Puccio es como un fantasma. Me impresiono aún más cuando Eliud me cuenta:
- El que te llamó cuando Arquímedes tuvo el ACV fui yo. El viejo quería hablar con vos.
- ¿Y sabe qué quería?
- Quería despedirse de vos. Sabía que se iba a morir y por eso mandó a llamar a los que consideraba sus amigos.
Eliud no logrará que me sienta culpable por no acudir al llamado de Puccio. Solo consigue hacerme sentir raro: ¿uno de los peores asesinos civiles de la historia me consideraba su amigo?, ¿qué hice de malo para que pasara eso? Empiezo a creer en lo que un día me dijo una persona en medio de una acalorada discusión: "Si pudiste manipular a un psicópata de manual como Robledo Puch, podés manipular a cualquiera". ¿Qué parte de mi ser consigue tener empatía con psicópatas crueles y desalmados?
Eliud habla del viejo. Habla con admiración y cariño.
- Dios me puso a Arquímedes en mi camino. Todo tiene un porqué. Jesús le dijo a uno de los malhechores con el que fue crucificado que iría al Paraíso con él.
- ¿Su vecinos lo criticaron por haberlo alojado?
- Eso siempre pasa. Arquímedes cumplió condena. Cometió errores y los pagó. Pero hay una condena social que es para toda la vida. Cuando lo conocí en una iglesia evangélica, supe que ese hombre se había transformado gracias a la palabra de Dios.
- ¿Cómo fueron sus últimos días?
- Los vivió en paz. Me decía "hijo". "Gracias por lo que estás haciendo, hijo". Sabía que se iba a morir, pero, por otro lado, sacaba fuerzas para seguir viviendo. Hasta pensé en llevarlo a Cuba para seguir el tratamiento. Estaba dispuesto a sacar un préstamo, pero se nos fue antes.
- ¿Y qué pasó con su novia Graciela?
- Estaban separados. Era una relación complicada.
- ¿Por la diferencia de edad o por el pasado de Puccio?
- No. Arquímedes era sabio, intelectual y hablaba un lenguaje que Graciela no entendía. Yo se la había presentado.
- ¿Usted cree que no estaban enamorados?
- No lo sé. Se querían. Los problemas empezaron cuando ella llevó a vivir a la casa a su madre. Arquímedes se opuso, pero al final cedió. No quería vivir con su suegra, además ella se levantaba muy temprano y lo despertaba. Al final eso terminó por desgastar la pareja. Él no podía entender cómo su novia prefería a su madre. Creo que él quería dormir con una mujer, tener a una mujer al lado para no sentirse tan solo.
- ¿Seguía enamorado de su ex esposa Epifanía?
- Pienso que sí.
De su convivencia con Arquímedes, Eliud recuerda dos momentos que nunca olvidará. Una vez se le ocurrió llamar a Silvia, una de las hijas de Arquímedes que, después del caso, se cambió el apellido. Le planteó, sin vueltas, la posibilidad de que se reconciliara con su padre.
- Para mí, está muerto. No quiero saber nada de él -dijo ella.
Otra vez su padre la llamó y obtuvo la misma respuesta:
- Para mí estás muerto. Muerto en vida. Voy a cambiar el número de teléfono para que no me molestes más.
Y colgó.
Según Eliud, Puccio se sentó y lloró en silencio.
Otro día, los dos tomaban mate y leían la Biblia cuando sonó el teléfono de la casa. Atendió Eliud. Una sobrina de Puccio le comunicó:
- Era para avisar que murió Silvia, la hija de Arquímedes.
Eliud miró al viejo, se sentó y se mantuvo en silencio.
- ¡Qué pasa, hijo! Es como si hubieses visto un fantasma. ¿Pasó algo malo?
Eliud no sabía cómo decirle la mala noticia. Su cara lo dijo todo.
- Pasó algo malo, ¿no? ¿Murió Epifanía, mi ex esposa?
- No, Arqui. Su hija. Murió Silvia. Tenía cáncer.
Puccio se desplomó sobre la mesa y lloró como un niño. Eliud fue testigo de una escena inimaginable para la psiquiatría forense. Un asesino inconmovible lloraba sin consuelo. Todos deberían saberlo: los psicópatas también lloran.
Los locos guían a los ciegos
Eliud se convierte también en nuestro guía. Inspira confianza y tranquilidad. Por más que uno se pregunte por qué ayudó a un hombre despiadado, él siempre pondrá una sonrisa y dirá: "Dios perdona a los que se han equivocado. Y yo no soy quién para negarle un plato de comida a un semejante que se ha brindado a la palabra del Evangelio".
El pastor me lleva por el barrio en busca de personas que puedan hablar bien de su amigo. Pareciera una misión imposible. Pero en este viaje todo es posible. Se detiene frente a un galpón donde reparan bicicletas. No hay timbre. Eliud aplaude. Enseguida sale un hombre con las manos manchadas. Se llama Sergio. Ahora lo recuerdo. Es uno de los dos amigos que me presentó Puccio en aquel asado que compartimos en la pensión. Sergio me mira con desconfianza, intuyo que no ha quedado conforme con mi nota de ese encuentro. Me lo hace saber:
- Cómo lo mataste al viejo.
Me hace pasar a la cocina y ofrece una botella de ginebra que toma del pico. Lo primero que hace es mostrar un cuadrito con la nota de la entrevista que le hice a Puccio. La diferencia es que el viejo recortó una de sus fotos y la pegó en la tapa, como si él hubiese sido el personaje principal de la portada.
- A sus amigos nos regaló esa nota fotocopiada en colores. Y nos firmó un autógrafo. Era muy generoso. Nunca lo juzgamos. Una vez yo caí gravemente enfermo y él me vino a cuidar. Y me dijo que dejara de chupar.
Sergio pide que su apellido no aparezca publicado. Porque desde que sus vecinos se enteraron de su amistad con Puccio, dejaron de saludarlo o de llevarle bicicletas para reparar.
- La gente es mala y cree que por estar con una persona que mató, uno también es asesino. A Arquímedes siempre lo recuerdo. Es más, el otro día me equivoqué y lo llamé al celular. Después caí en la cuenta de que estaba muerto.
Esa frase que ahora me sorprende tomará sentido pocas horas después. Durante unos días, después de mi visita a General Pico, desde un celular con característica de esa ciudad, me mandaban este tipo de mensajes: "Hola, Palacios, me enteré de que anduvo en el pueblo preguntando por mí. Abrazo grande. Soy Arquímedes". O "Cómo anda, soy Arquímedes. Espero que no se mande macanas cuando escriba la nota. Lo espero cuando quiera. Ya sabe dónde encontrarme". Respondí a esos mensajes y del otro lado descubrí que Sergio era el autor de la broma macabra.
- Arquímedes tenía varios amigos -dice Eliud-. De hecho, una de las hijas del dueño de la pensión, llamada Mirella, lo fue a visitar cuando estuvo internado por el ACV. Y eso que él y el padre de la chica se odiaban. A él le gustaba rodearse de gente. Mejor dicho, le gustaba poner a prueba a las personas, como un juego. Un juego sano. Por ejemplo, decía que andaba en proyectos faraónicos que iban a dar dinero, y muchos se le acercaban por eso. Por interés.
- Como dice Shakespeare en Rey Lear: "Los locos guían a los ciegos".
- No estaba loco. De hecho, cometió delitos por su ambición económica. Pero lo hizo por su familia.
- Dice que tenía varios amigos, incluso usted lo cuidó hasta el final. Pero nadie fue a visitarlo al cementerio.
- Es verdad, yo tengo que ir. Algún día voy a ir.
A Eliud le brillan los ojos.
- Queda claro que usted lo quería.
- Sí. Lo extraño. ¿Quiere ver dónde dormía?
- Bueno.
Eliud me lleva a una piecita del fondo. Me imagino al viejo llenándola de papeles, usándola como su oficina privada. Por las dudas, aclara:
- No murió acá, sino en la casa que alquilaba con su novia. Ya no vivía conmigo, pero yo me la pasaba con él. La última vez no quiso ni que lo afeitara, apenas podía moverse. Yo le daba de comer en la boca. El día anterior a su muerte lo vi mal, amarillo, como un cadáver viviente. Cuando lo quise despertar, el día que pasó lo que pasó, fue muy duro para mí saber que se había ido. Pero su memoria seguirá viva. Su cambio: el camino que hizo del mal hacia el bien.
Eliud no es el único que se encariñó con el viejo. Reynaldo Barreda, un estudiante de Veterinaria que ahora ocupa la pieza de Puccio en la casa de Eliud, habla maravillas del famoso asesino.
- Siempre me aconsejaba. Me decía pibe, estudie y trabaje, sea alguien. Y cuídese de las mujeres, que siempre arruinan todo. Una vez me regaló un cuchillo para comer asado. Era un sabio. Y estaba arrepentido por lo que había hecho, aunque hay que ver si en verdad lo hizo. No somos Dios como para juzgar a alguien. Y Dios todo lo perdona.
La próxima visita es al peluquero. Se llama Rubén Pérez, un hombre canoso y corpulento. Mientras barre el piso lleno de pelos lacios castaños, pregunta quién de nosotros se cortará el pelo.
- No necesitamos ningún corte. Simplemente, queremos preguntarle por qué no le quiso cortar el pelo a Puccio.
- Porque era un asesino. Entró acá con aires de rey, pero le paré el carro enseguida. Le dije, no, señor, no se equivoque, yo a usted no le corto el pelo.
- ¿Y Puccio qué dijo?
- Que no sabía nada de su vida. Y que no era ningún asesino. Que yo solo me valía de lo que decía la prensa.
- ¿Y usted qué le respondió?
- Le volví a decir que no le cortaba el pelo a los asesinos. Se fue cabizbajo, quizás maldiciendo para sus adentros. Nunca volví a verlo.
- ¿Le cortaría el pelo a Videla?
- No, de ninguna manera. Pero a Firmenich tampoco se lo cortaría.
El hombre habla con la tijera en la mano derecha y el secador en la izquierda, apoyado contra un espejo. Es una especie de peluquero de lo moral. Un juez de la cabellera de cretinos y tahúres, honrados y decentes, malditos y malvivientes.
- ¿A Barreda lo atendería?
El peluquero duda:
- Mmm. Déjeme pensar. Si compruebo que el hombre mató a su familia porque enloqueció y no estaba en sus cabales, probablemente le cortaría el pelo. Ahora si el tipo lo hizo de modo planificado, lo echo a los gritos. Que le corte el pelo otro.
- ¿Y sus vecinos qué dijeron del episodio Puccio?
- La mayoría me felicitó. Mucha gente a este hombre le daba vuelta la cara.
El diálogo podría haber seguido, pero ya no valía la pena. El coiffeur justiciero había hecho su descargo.
Ahora el destino es la pensión donde me recibió Puccio cuando nos conocimos. Entro y veo todo igual: la parrilla, las piezas pequeñas, algún inquilino que sale al patio a llenar un balde de agua. El cuartito del viejo está ocupado por un joven estudiante. De pronto aparece Mirella, la hija del dueño de la pensión. Tiene treinta años pero aparenta mucho menos. Trata de pasar inadvertida, se pone nerviosa cuando le pregunto por Puccio:
- Solo puedo decir que ese hombre hizo mucho mal.
- Pero tengo entendido que lo fuiste a ver al hospital cuando tuvo el ACV.
- Sí, pero cuando me vio, dijo algo feo.
- ¿Qué dijo?
- "¡A qué vino ese gato!". Y me fui mal.
- ¿Antes se llevaban bien pese a que estaba peleado con tu papá?
- Sí, don Arquímedes me escribía poesías.
- ¿Qué decían las poesías?
- No se las pienso mostrar. Pero en una me decía que yo era la niña del balde.
- ¿Por qué?
- Porque una vez me regaló un balde. Mejor lo dejo porque me espera mi hermana. ¿Sabe que soy poeta? Escribí mucho de Arquímedes, por eso me cargaban. Decían que estábamos enamorados, pero eso es mentira. Estoy cansada de que me hagan quedar como la loca del pueblo.
Dice Mirella antes de entrar en la pensión.
Un poco menos misterioso que Sergio resulta ser Claudio Antonio Caquilpan Huenupan, un chileno que compartió celda con Puccio y se convirtió en su cliente. Mira desconfiado detrás de la reja de la casita donde vive. No quiere fotos ni dar su nombre, como la mayoría de los personajes en este relato, pero al final cede. Muestra el documento de identidad que consiguió gracias a las gestiones de Arquímedes.
- Era un buen hombre. Teníamos largas charlas. Si podía ayudar, ayudaba. Hablábamos mucho de mujeres.
La charla con Claudio se agota en sus pocas palabras. Eliud le agradece y propone seguir visitando amigos de Puccio, pero ya anochece en General Pico y en dos horas emprenderé el camino de regreso.
- Buen viaje, gracias por recordar a Arquímedes -se despide Eliud, desde la puerta de su casa.
Me pregunto qué diría Puccio si leyera esta nota, qué me diría por teléfono, si me corregiría esto que he escrito. Probablemente, volvería a hacer lo mismo que la otra vez: fotocopiaría la crónica y la repartiría con su autógrafo entre sus amigos. La salvación para un asesino suele ser el olvido: sentir el alivio de ser otro, sin el peso de la culpa. Pero Puccio decía: "Quiero ser recordado siempre". No le temía al infierno, sino al olvido.
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