domingo, 30 de agosto de 2015

REPORTAJE A GUILLERMO MANOUKIAN,POR MAGDALENA RUIZ GUIÑAZÚ.

REPORTAJE A GUILLERMO MANOUKIAN,POR MAGDALENA RUIZ GUIÑAZÚ.

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“Los Puccio no podían liberar a mi hermano”
Si el feroz clan de secuestradores de San Isidro cobraba el rescate y dejaba con vida a Ricardo Manoukian, éste hubiera denunciado a su vecino y amigo Alejandro Puccio, recientemente fallecido. Por eso cuenta hoy esta historia de traición y horror su hermano Guillermo, quien además perdió a un tío, muerto tras haber sido secuestrado y extorsionado. Crueldad y dolor en estado puro.
Mi hermano Ricardo tenía 24 años cuando lo secuestraron –recuerda Guillermo Manoukian–. Tenía amigos en común con Alejandro Puccio, porque, aunque no jugaba al rugby, somos de San Isidro desde siempre. Se conocían, salían con chicas y por eso, cuando Alejandro (junto con Fernández Laborde) lo para por la calle, mi hermano detiene el coche...

La muerte de Alejandro Puccio, semanas atrás, ha revivido una de las historias más siniestras de la delincuencia argentina. Una familia, un “clan”, como se los llamó después, ocupando una hermosa casa en una de las localidades más cotizadas y elegantes de la Provincia de Buenos Aires, tuvo la terrible particularidad de secuestrar con pedido de rescate, y luego ultimar a sus víctimas, sin demostrar atisbos de piedad ni tampoco una alternativa que les permitiera conservar la vida.

—A mi hermano lo secuestran el 22 de julio de 1982 al mediodía. Ricardo volvía a almorzar a casa de mis padres. De su auto lo pasaron a una combi que manejaba Maguila, el hermano de Alejandro, hoy supuestamente prófugo en Brasil, y lo llevan a la casa de los Puccio, a pocos metros de la Catedral de San Isidro. Creemos que fue su primera víctima. La casa todavía no estaba preparada como cuando encontramos en el sótano a la señora Bollini de Prado. A mi hermano lo tuvieron encerrado en un baño en la planta alta. De cada lado del baño estaban los dormitorios en los que dormía toda la familia. Mi hermano estuvo encapuchado, atado de pies y manos y arrodillado en ese baño durante 11 días. En esas condiciones le daban de comer...


—¿Cómo lo supieron ustedes?

—A través de una serie de mensajes que mi hermano alcanzó a enviarnos. Allí decía que lo trataban bien y que nos quedáramos tranquilos porque le daban de comer. Decía que por favor pagáramos lo que ellos pedían como rescate.
—¿Cómo se hizo el pago del rescate?

—En distintas postas que ellos nos indicaron. La última fue frente a la Catedral de San Isidro, donde se suponía que lo iban a devolver. Desgraciadamente, al otro día la Policía nos comunicó que lo habían encontrado en un descampado, en un arroyo de Benavídez, con tres tiros en la cabeza. Uno de ellos había sido disparado por Alejandro –Guillermo baja su voz, colmada de tristeza.

—¿Cómo supieron que ese tiro era de Alejandro?

—Bueno, cuando los detienen, Fernández Laborde confiesa que había matado a mi hermano junto con el padre de los Puccio (Arquímedes) y Alejandro...

—Claro, su hermano los había visto y reconocido. No lo iban a dejar con vida...

—Desde ya. Como siempre digo cuando hablamos de esta historia, para mi hermano debe haber sido terrible saber que, desde el principio, estaba condenado a no volver. Estuvo 11 días esperando que lo ejecutaran. Fernández Laborde dijo que tuvo una discusión con Arquímedes y con Alejandro cuando deciden matarlo. El creía que lo iban a largar, pero en el descampado lo ubican al costado del arroyo y discuten acerca de quién va a matarlo. El padre quería que lo hiciera Fernández Laborde... y mi hermano ahí... escuchando la discusión... cómo deciden matarlo... Ese fue el final. Claro, mi hermano los conocía...

—Lo que usted nos está contando revela una crueldad infinita...

—Bueno, con Naum pasó lo mismo. A él lo detiene Arquímedes Puccio, y cuando ofrece resistencia para dejarse llevar y lo reconoce, ahí lo ejecuta. También a Aulet. En este caso, Alejandro lo conocía porque jugaban juntos al rugby desde chicos. A Aulet costó ubicarlo, porque lo enterraron en un campo muy lejos. Gracias a Dios, a la señora Bollini de Prado la encontraron en el sótano en condiciones infrahumanas, pero con vida.

Guillermo Manoukian tiene una infinita tristeza en la mirada. Se sonríe apenas, y cuando explica que la semana que viene va a cumplir 47 años, añade:

—Desde julio de 1982 estoy con el tema del secuestro y asesinato de mi hermano. Desde ese día hasta hoy, he estado tras esta gente para poder lograr que sea condenada. En 1985 apresaron al grupo Puccio, y a partir de ahí ha sido una lucha permanente para lograr que la Justicia dictara una condena que quedara firme. El caso de mi hermano es uno de los primeros en la Argentina en que se ha dictado cadena perpetua y reclusión por tiempo indeterminado.

—¿Exactamente cómo descubren al clan Puccio?

—Los apresan en el caso de la señora Bollini de Prado. En aquel momento, ya habían perfeccionado el sistema. Como le conté, cuando secuestraron a mi hermano lo tuvieron encerrado en un baño de la planta alta. A la señora Bollini la tenían en el sótano. Cuando la familia va a pagar el rescate, la Policía ya tenía la información de cómo funcionaba la banda, y allí los detuvieron. Los integrantes empiezan entonces a relatar los hechos cometidos, porque ni Arquímedes ni Alejandro Puccio se hacían responsables de nada.

—¿Usted bajó al sótano? ¿Entró en la casa?

—No. Mire, no entré allí porque la situación en mi familia era dramática. Todo lo que vi fue a través de comentarios en el juzgado y de las fotos que se publicaron en los diarios o en los noticieros. Los Puccio tenían las cosas muy armadas: habían construido una pared reforzada, colocado una cama en la que la señora estaba encadenada... En fin, organizados.

—Cabe no descartar, entonces, que antes del secuestro de su hermano y de Aulet hayan cometido otros que no se descubrieron...

—Hay un par de casos en los que existe esta sospecha. Hablan de que en esa casa estuvieron secuestrados Lanusse y un ejecutivo de Bonafide. Son casos anteriores a la muerte de mi hermano.

—El tema es realmente diabólico si pensamos en un barrio residencial de San Isidro, en una casa de familia en la calle Martín y Omar. Evidentemente, tuvieron cómplices.

—Bueno, cuando los descubren, detienen a toda la familia. Como le comenté, en las cartas que nos enviaba mi hermano decía que le daban de comer arroz con pollo y que, en ese sentido, lo trataban bien. De hecho, en esa misma casa vivían también la madre, las dos hermanas. Toda la familia, salvo un hermano: creo que se llama Guillermo, y que se había ido a vivir a Australia. Todos sabían lo que sucedía en esa casa.

—¿Y qué declaraba Alejandro Puccio ante la Justicia?

—En el caso puntual de mi hermano, y en el de Aulet, dijo que a mi hermano no lo conocía. Luego, que sabía quién era. Finalmente, que tenían algunos amigos en común. Siempre se negó a aceptar su participación, cosa que desmiente Fernández Laborde, que dispara el primer tiro contra mi hermano y que, cuando se quiebra, confiesa el episodio en Benavídez al borde del arroyo que ya le relaté. Junto al cuerpo de mi hermano estaban también la máquina de escribir en la que redactaban los mensajes pidiendo el rescate y el arma con la que lo mataron. En su momento, Fernández Laborde reconoció todas estas cosas, junto con las alternativas del secuestro de mi hermano. Todos hechos comprobables, porque el cuerpo, la máquina de escribir y el arma se encontraron donde él señaló. Alejandro mintió permanentemente. De hecho, en un encuentro casual que tuvimos en un juzgado de San Isidro (él tenía salidas transitorias y yo pedía en ese mismo juzgado que lo detuvieran nuevamente), le pregunté: “¿Por qué siempre mentiste? Si vos lo conocías perfectamente a mi hermano. Además, yo lo sé porque te vi con él”. Alejandro me contestó: “Bueno, ¿qué querés que hiciera? Mis abogados me señalaban lo que yo tenía que decir”. ¡Reconocía, en ese momento, que parte de su defensa era sostener que no conocía a mi hermano Ricardo! En fin... fue un gran altercado. Casi nos fuimos a las manos. Algo muy terrible. Gracias a Dios, fue la última vez que lo vi.

—Yo tengo un informe del año 2000 o 2001, cuando le dan la salida transitoria, que debe contar con una evaluación psicológica del personal del Servicio Penitenciario que se le hace llegar al juez. Tengo una copia en mi poder, y allí se explica que no estaba en condiciones como para un permiso de salida transitoria por el comportamiento que se observaba en su relación con la gente. Podía tener muy buena conducta en el penal, pero su comportamiento con la sociedad no era el adecuado. Por ende, ellos no estaban de acuerdo con que circulara en libertad. Esto provocó que la jueza, la Dra. Andrea Pagliani, no le permitiera las salidas. Ella fue uno de los últimos magistrados que tuvo el caso de mi hermano, que pasó por distintos juzgados: el de Piotti, el de Casal. En fin... una larga historia. Pero, de hecho, Puccio no estaba en condiciones de salir en libertad. Y ésta era una situación que, tanto a mí como a mi familia, nos preocupaba mucho, no solamente por nosotros sino por la sociedad. Le repito que este tipo de personajes son muy peligrosos.

—¿Cómo sobrevivieron sus padres a una situación tan horrible?

—Usted acaba de pronunciar la palabra exacta: sobrevivieron. El 22 de julio de 1982, mi papá dejó de ocuparse de los supermercados Tanti, que entonces eran nuestros. Dejó de trabajar y hoy, con 79 años, bueno... no pudo hacer absolutamente nada más. No es lo mismo perder un hijo en condiciones, digamos, naturales como puede ser una enfermedad o un accidente... Cuando a uno le matan un hijo… Para mi padre, ha sido una cosa irreparable. Eramos solamente dos hijos. Es algo muy difícil y muy doloroso. Uno vive permanentemente con esa mochila. En mi caso, para mi familia, ya se trata de un segundo episodio.

—¿Cómo un segundo episodio…?
—Sí. En 1973 también secuestraron a un hermano de mi padre. Lo devolvieron en 1974, y él tuvo una especie de Síndrome de Estocolmo y entró en relación con la persona que lo cuidaba. Cuando lo liberaron, empezó a buscar a quienes habían sido. Se ve que esa gente se enteró de que estaba cerca de ubicarlos y fueron hasta su casa, intentaron secuestrarlo nuevamente en el momento en el que salía y, en el forcejeo, recibió un tiro debajo del brazo, que le provocó la muerte camino a la clínica. En aquel momento, tenía cinco hijos y mi tía estaba embarazada del sexto. Alcanzaron, junto con el jardinero y el chico más grande, que tenía unos 8 años, a llevarlo hacia la clínica pero se les murió en el camino.

—¿También de apellido Manoukian?

—Sí. Junto con mi papá, arrancaron con los supermercados. Era uno de los dueños de La Gran Provisión, y luego la instaló en la Capital.

—¿Cómo fue el secuestro de su tío? ¿Fue de tipo político?

—No, no. Eran delincuentes comunes que integraban una banda de policías. Mi tío vivía en la zona de Don Torcuato, y se hablaba de un destacamento local. Por la época (1973) podría haber sido político, pero no. En absoluto. Así que es una carga muy pesada la que llevamos. Sobre todo, para mis padres. Papá me decía, el otro día, que en cierto modo sentía alivio, porque podía presenciar en vida el hecho de que Alejandro Puccio ya no está... Bueno, es todo muy difícil...

—¿Usted pudo rehacer una familia?

—Sí, soy casado y tengo un hijo. Mire, ¡yo siempre digo que volví a nacer con 21 años! Porque aquel día terrible de julio de 1982 fue un punto de no retorno... Mi hermano era mayor que yo. Iba a casarse al año siguiente con Isabel Menditeguy. Tenía una vida prácticamente en marcha. Trabajaba con la familia y –larga pausa–... Fue muy difícil volver a arrancar y acostumbrarse a una vida completamente distinta. Durante tres o cuatro años estuve sin salir de mi casa o viajando al exterior. Como no sabíamos quiénes habían sido ni cómo había ocurrido el secuestro, era muy difícil salir a la calle. Lógicamente, mis padres estaban muy preocupados y, como le decía, me pasé varios años prácticamente encerrado.
—Claro, no aparecían indicios acerca de quiénes habían realizado el secuestro...

—Sí. Hasta tres años después, no se sabía absolutamente nada al respecto. Había momentos en los que a veces, frente a mi casa, había autos parados, como monitoreando o controlando lo que estábamos haciendo y... bueno, uno se encuentra en manos de ellos. ¡Ellos saben quién es uno, y uno no sabe quiénes son ellos! Cuando los detuvieron, y viendo la peligrosidad de la banda, estuvimos mucho tiempo temiendo algún tipo de represalia. Por eso me resultaba muy difícil convivir con la certeza de que Alejandro estaba libre, en la calle. Y de hecho, con el padre, con Arquímedes, que es una persona más que peligrosa.

—Por lo menos, siempre se dijo que era el jefe de la banda, que tenía un enorme poder y autoridad sobre toda su familia...

—Los psicólogos dicen que es impresionante el poder que tenía este hombre sobre el clan familiar como para poder convencerlos a todos de integrar esa organización. Cómo será de fuerte su autoridad que aun detenido en Villa Devoto se hacía llamar “don” Arquímedes, como alguien con autoridad dentro del penal. Manejaba los hilos del penal a su gusto. Esto es sumamente peligroso. Sé que ahora lo llevan cada vez más lejos. Está en La Pampa, en una cárcel de régimen abierto, pero cuando lo soltaron aquí en la zona de Benavídez, donde cumplía arresto domiciliario, ¡salía a robar a un quiosco! Creo que es gente que nunca va a apartarse de ese esquema. Tienen una estructura de delincuentes.
—Me enteré de que el año pasado le habían dado la libertad. Luego, a través de los diarios, leí que lo habían detenido en una sucursal del Banco Itaú, en la Capital. Estaba cometiendo algún tipo de fraude con documentación trucha para sacar un crédito o cheques... Lo que sé es que volvieron a detenerlo. Hoy, desconozco en qué situación está, pero esperemos que detenido. Vuelvo a decirle: es gente sin escrúpulos. De hecho, tiene una condena que siempre me llamó la atención. La reclusión por tiempo indeterminado es una condena que, una vez cumplida la cadena perpetua (son como máximo 20 o 25 años), se va renovando en plazos de cinco años, siempre y cuando el juez dictamine que está en condiciones de lograr la libertad. En este caso, como le decía, se trata de gente muy peligrosa. Un estudio psicológico da como para que el juez considere que deben permanecer presos. Pero, bueno... ¡a veces tenemos jueces bastante complicados!

—¿Ahora quién vive en la casa de los Puccio?

—Sé que en un momento vivía allí Alejandro, durante la segunda autorización de salida transitoria que le otorgaron. Lo sé porque volví a solicitar que lo detuvieran, y en esa oportunidad fueron a buscarlo a la casa de la calle Martín y Omar. También me dijeron que, en otro momento, vivió allí la madre con las dos hermanas, y que después se mudaron. Hoy, sinceramente, no sé quiénes están allí. Como vivo por la zona, paso por ahí y siempre veo el mismo portón, cerrado.

—Creo recordar que, según la declaración de Fernández Laborde, Alejandro era quien abría el portón cuando traían a un secuestrado...

—Dentro de la organización, cada miembro de la familia tenía una función. Así como Alejandro y su padre decidían a quién iban a secuestrar, cada miembro de la banda tenía el compromiso de traer a alguna persona de su entorno que fuera susceptible de secuestro. El otro hermano, Maguila, era el que manejaba la combi que cruzaban frente al auto del que iban a secuestrar. Como en el caso de mi hermano, luego pasaban al secuestrado a esa combi para llevarlo hasta la casa de San Isidro. El coronel Franco, ya fallecido, que tambien intervino en el caso de mi hermano, se dedicaba a aportar ciertos personajes como Vilca, el albañil boliviano, que se encargó de hacer la reforma del sótano en el que tuvieron a la señora Bollini de Prado.

—¿Se recuperaron los rescates que cobraron los Puccio?

—Muchas veces me lo han preguntado. Sinceramente, debo decir que nunca me ocupé puntualmente de ese tema, porque tenía la energía puesta en que el clan siguiera preso. Nosotros pagamos. Aulet, también. En nuestro caso, nunca nos devolvieron nada.

—Se lo pregunto porque ese monto de dinero de los rescates les dio (y les debe seguir dando) una gran autonomía a los que lo cobraron.

—Lo único que sé es que los Puccio tuvieron siempre asesoramiento legal. En su momento, los defendió el Dr. Florencio Varela, pero cuando se dio cuenta de quiénes eran realmente los Puccio, dejó el caso. Luego los defendió el Dr. Bianchi y los doctores Buido, que ciertamente no son baratos. Cuando yo pedía que los detuvieran, siempre aparecían estos abogados a defenderlos. Eso tiene un costo. Lo mismo que situaciones especiales dentro del penal, determinados pabellones, etc. Todo este tipo de cosas cuesta plata. Es interesante recordar, además, que ninguno de ellos trabajó en los últimos 25 años.

FUENTE:DiarioPerfil.

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