viernes, 18 de septiembre de 2015

EL CLAN PUCCIO: La verdadera historia

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La crónica real de la vida de la familia que, en la década del ’80, tiñó las crónicas policiales secuestrando y matando gente en pleno corazón de San Isidro. Los testimonios de los amigos y los vecinos. Los estremecedores relatos de jueces, abogados, víctimas y victimarios. La intimidad de Arquímedes Puccio, su mujer obsesionada por las dietas, sus hijas sumisas y sus hijos rugbiers. Las cartas reveladoras y el trágico final.

Familia muy normal. Una de las primeras fotos que se sacaron en el patio de su casa en San Isidro, que compraron en 1978. Alejandro, Silvia, Daniel, de pie y sonrientes. Sentados: Guillermo, Epifanía Calvo, Arquímedes Puccio y la pequeña Adrianita.

En este relato no hay una sola línea de ficción. Los hechos aquí revelados se reconstruyeron con testimonios de testigos, policías, jueces, fiscales, abogados, amigos, víctimas y victimarios. Era una joven redactora cuando me tocó cubrir uno de los casos más sórdidos de la crónica policial argentina: la historia del clan Puccio, esa familia “tradicional” de San Isidro que había transformado su casona colonial en una cárcel para ocultar a las víctimas de sus secuestros extorsivos.
Hoy, 30 años después, la historia regresa con fuerza de la mano de El clan –la película de Pablo Trapero que se llevó el premio a Mejor Director en Venecia y superó los dos millones de espectadores– e Historia de un clan –la miniserie de Sebastián Ortega que ganó el rating y el elogio de la crítica–. Pero lo que ahora vas a leer no es ficción: ésta es la verdadera historia, contada en tiempo real. Una crónica de horror, locura y muerte.

EL SOTANO. “La casa está llena de explosivos. Apenas entren, vuelan todos por el aire”. La amenaza de Arquímedes Puccio (56) sonó como un latigazo esa tarde casi primaveral del viernes 23 de agosto de 1985. Sabía que estaba perdido y jugaba su última carta. Pero ya era tarde.

Cuarenta hombres y doce patrulleros de la División Defraudaciones y Estafas de la Policía Federal habían dado la estocada final. Lo habían atrapado en la estación de servicio desde donde hacía el último llamado para pedir el rescate por Nélida Bollini viuda de Prado (58), dueña de varios locales en la avenida Independencia y de la agencia de autos Tito y Oscar, a quien había secuestrado 32 días antes.

Puccio no estaba solo. Lo acompañaban uno de sus cómplices y uno de sus hijos, Daniel “Maguila” Puccio (23). En el bolsillo del rugbier, que sólo unos meses antes había regresado de Australia, la policía encontró unos papeles arrugados con los números de teléfono de los hijos de la empresaria. Maguila iba a hacer el último comunicado para cerrar la negociación.

Doscientos cincuenta mil dólares por la vida de esta mujer que estaba encadenada a un camastro, en un sótano asfixiante, debajo de la casa de los Puccio. El joven quiso resistirse; hasta intentó manotear el arma del oficial, pero luego bajó la cabeza y, sin mirar a su padre, dijo: “La tenemos en el sótano de mi casa”.

La puerta de la cocina de la casa de Martín y Omar 544, pleno centro de San Isidro, se abrió violentamente. Un grito áspero y ronco quebró el silencio de la noche. “¡Contra la pared, contra la pared!”, aulló el hombre de campera de cuero. En sus manos tenía una ametralladora corta.

Alejandro Rafael Puccio (26, rugbier del CASI y ex Puma) sintió una pistola en su cabeza. Aterrorizado, sólo atinó a estirar la mano para tomar la de su novia, Mónica Sörvick (21 años, maestra jardinera en el colegio Todos los Santos). Los dos estaban temblando. “¡Nos asaltan! Dios mío, ¿qué es esto?”.

La pareja había llegado a la casa una hora antes, luego de comer unas hamburguesas en Pepino’s, un conocido lugar de Acassuso, y alquilar dos películas para ver esa noche tranquilos. Pero, en sólo segundos, el patio de la casa estilo colonial se llenó de pisadas, gritos, policías de civil y uniformados.

El oficial atinó a mostrar una orden de allanamiento de la jueza María Romilda Servini de Cubría, y antes de que Alejandro pudiera preguntar por qué, le tiró los brazos hacia atrás y cerró las esposas sobre sus muñecas. “¡Soy inocente, soy inocente! ¡No sé nada!”, gritó el rugbier.

Eran exactamente las diez y doce minutos cuando Alejandro –con ojos brillosos y moviendo la cabeza, como negando la realidad– vio cómo dos oficiales sacaban del sótano a una mujer temblorosa, que apenas podía caminar.

De pollera y botas marrones, camisa blanca, el pelo revuelto, lloraba y repetía: “¿Por qué me liberaron? ¿Por qué? ¿Quién les avisó? ¿No ven que ahora van a matar a toda mi familia?”.

Las amenazas recibidas durante el cautiverio habían dado resultado. La mujer, exhausta, se sentó en uno de los silloncitos de mimbre pintados de blanco que estaban en el patio. La jueza Servini de Cubría pidió un médico.

La mujer rogó: “Por favor, no lo llame... Estoy sucia, me da vergüenza”. Alejandro miró la escena entre lágrimas. Un oficial le dijo: “Calmate, nene. Ahora no digas nada. Pensá que hoy se termina una pesadilla”.

La pesadilla se había terminado, sí, pero para esa mujer que fue martirizada durante su cautiverio en el sótano, con paredes recubiertas de diarios, encadenada a un camastro, sobre un colchón húmedo, en un cuartucho de dos por dos, que olía a orín y a alfalfa húmeda (la banda había puesto un fardo húmedo con un ventilador, para hacerle creer a la víctima que estaba en el campo).

“Fue una casualidad que se me ocurriera mover el placard, porque en el sótano no la habíamos encontrado”, relató uno de los oficiales encargados del allanamiento. Detrás de ese mueble, donde Arquímedes guardaba herramientas, se ocultaba la puerta al horror.

Leé la nota completa en la última edición de GENTE

GENTE N° 2617 - 15 de Septiembre de 2015


Por Gaby Cociffi. Fotos: Archivo Atlántida-Televisa

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